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La apuesta: portada
  • N° páginas : 66
  • Medidas: 130 x 205 mm.
  • Peso: gr
  • Encuadernación: Rústica
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La apuesta GARCIA,DIONISIA

Primer premio XXX certamen Internacional de Poesía Barcarola.

Editorial:
Colección:
LA ROSA PROFUNDA
Materia BIC:
Poesía de poetas individuales
ISBN:
978-84-944683-1-5
EAN:
9788494468315
Precio:
11.54 €
Precio con IVA:
12.00 €

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Sinopsis

El título del libro es una forma de entrega, una elección, tras un preámbulo, que puede acompañar en las diferentes etapas de la vida, en el intento de profundizar en lo más hondo del ser. La poeta propone, como eje central del libro, ese apostar por la trascendencia, presente ya en el pensamiento aristotélico.

El libro en los medios

Rubén Martín y Dionisia García ganan el "Barcarola"

01/06/2016

El emblemático Café Gijón de Madrid acogió el fallo del trigésimo Certamen Internacional de Poesía y Cuento de Barcarola, que organiza el Ayuntamiento de Albacete, institución que patrocina la revista junto con la Diputación Provincial, y que contó, asimismo, con la colaboración de la Fundación Caja Rural de Albacete Globalcaja. José Manuel Martínez Cano, que dirige la revista de creación literaria con Juan Bravo Castillo, confirmó que se presentaron 125 libros de poesía y 312 relatos y adelantó a La Tribuna de Albacete que los ganadores ex aequo del premio de poesía son el albacetense Rubén Martín, con La apuesta y el secreto, y la escritora de Fuente Álamo, residente en Murcia, Dionisia García, con Fracturas. En la modalidad de relato, el ganador fue el escritor de Alcalá de Henares, Roberto Ruiz de Huydobro, con el cuento titulado Alimañas. José Manuel Martínez Cano apuntó, que el libro de la autora de Fuente Álamo, «es poesía clásica, obra madura, de una autora lleva en la poesía más de 60 años. Estamos ante poesía clásica, serena, de madurez, elegíaca, muy bien construida, con unas metáforas tremendas y unos conceptos poéticos existenciales muy bien desarrollados. Esto, frente a un autor como Rubén Martín, joven, con una poesía atrevida, de ruptura, pero por encima de todo con un buen hacer estructural, tanto externo como interno y es lo que se ha tenido en cuenta. En el primer caso, el de Dionisia García es muy elegíaco y el segundo, de Rubén Martín, es quizá más de iniciación a la experiencia y a la vida. Creo que el jurado ha acertado plenamente porque ha premiado la madurez, la culminación de una poética, y luego la obra de un poeta joven, Rubén Martín, que ya ha ganado Adonáis, Ojo Crítico, Argensola, con una poesía muy sólida». Reconocía José Manuel Martínez Cano que este premio de poesía ha sido muy reñido y en 30 años, «creo recordar que éste es el tercer ex aequo, pero subrayaría también que ambos son primeros premios». En cuanto al relato ganador de Huydobro, apuntaba Martínez Cano, «la línea es muy clara, con tintes kafkianos y, sobre todo, muy objetivista, parte de elementos recordatorios de la infancia; una literatura proustiana, con un niño que recuerda algo que le marcó para siempre y es lo que ha tenido en cuenta el jurado».

La apuesta

01/06/2016

Leer a Dionisia García es un gozo; sus libros hay que devorarlos deprisa, aunque después de esa primera y precipitada lectura debemos detenernos en ellos, pensarlos, pues bajo la aparente sencillez de un verbo que discurre sin estridencias —serena zozobra, tranquilo tumulto—, imperceptiblemente nos introducen en los dominios del misterio y de las preguntas que concita ese misterio. Tal sucede con La Apuesta (galardonado con el XXX Premio de Poesía Barcarola, 2015) donde de forma rotunda aparece una interpelación a la trascendencia, su velada certeza, tema recurrente en la poesía de la autora. El título nos introduce de lleno en el eje que da sentido al poemario y evoca, en primer lugar, cierta antigua apuesta, la de Pascal. El pensador, a quien aterrorizaba el silencio de los espacios infinitos, propone una argumentación sobre la existencia de Dios basada en el propio interés. El esquema lógico en que se sustenta no atiende a lo a priori o lo a posteriori, al principio de causalidad o al de no contradicción, sino a la simple disyunción. Consciente de que la fe es algo más propio del corazón que de la razón —algo que alude, por tanto, a la centralidad de nuestro ser—, sabedor de que cada uno se convence de lo que quiere o de lo que está predispuesto, o no se convence, porque las elecciones que atañen a la vida y su sentido, a fuer de profundas, son viscerales, y sabedor también que nadie puede creer si ese su corazón de alguna manera no ha sido herido o mecido por el soplo del espíritu, se olvida conscientemente de cualquier argumento racional y postula la existencia de Dios como resolución de una apuesta: Dios existe o no existe, cara o cruz… ¿Qué nos interesa más, que exista o que no exista? Cada cual debe apostar, es ineludible; no querer apostar es apostar. Y tal apuesta conlleva consecuencias (Trato sobre el particular en un lejano post: http://elarcodeltriunfocanovas.blogspot.com.es/2013/05/la-apuesta-de-pascal.html ). Hay quienes llegan a Dios tras la caída de un caballo, de cualquier caballo del que los apean no por su gusto; otros, son tan fuertemente impactados por el mal que, por contraposición, no pueden sino creer, abrazar a Dios como última tabla de salvación; otros tantos (quizá, dadas las características de esta última época que nos ha tocado vivir, demasiado pocos), no experimentan conflicto, pues su fe se desarrolla y madura desde la infancia al igual que un árbol que crece en tierra firme y buena; sin embargo, en los más, el conflicto es patente (entre creer y no creer), adquirirá un mayor o menor grado o intensidad y durará gran parte de sus vidas. Me interesan ahora los que se acercan a Dios, según la mansedumbre o bondad de su carácter, de manera lenta y dulce, confusos ante el mal que experimentan o hiere sus ojos (que es otra forma de sentir a Dios), pero esperanzados por la belleza que les ofrece el mundo, aun con sus fuertes contrastes y disonancias, maravillados por la simplicidad de lo que existe y es real, mecidos por el devenir manso de los días, arropados por una cotidianeidad de afectos que se entrelazan firmes. Quiero pensar que Dionisia García —aunque es a ella a quien corresponde decirlo— pertenece a este último grupo; en La Apuesta nos propone un acercamiento a Dios velado por las sombras, su personal decisión en medio de una luz tenue, crepuscular aunque cálida, pero cada vez más cierta y agrandada según se sucede el camino, su propio devenir o andar. La duda existe, claro que sí, es prerrogativa de la condición humana; por ser seres racionales y libres, y también por ser débiles y porque nuestra razón se mueve entre tinieblas, dudamos; para colmo, la muerte acecha insondable y ciñe nuestra incertidumbre, línea fiel de misterioso abismo, inquietante compañía alerta y entre sombras. No puede ser de otro modo: nuestra grandeza y nuestra miseria se concitan en la duda: Quizá solo seamos pobladores confusos/esclavos de la duda, impotentes y frágiles. Optamos, pues, porque no podemos sino optar, aun sin saber que no hay otra posible elección sino la de elegir. La condena humana, según Sartre, es ésa; ahora bien, no como pasión inútil, en la corrección de Dionisia García, sino como excelencia, así queda expresado, p. ej., en Disidencias: No vengas a decir que el empeño es inútil…/ No vengas a decir que todo es nada/y en nada se convierte a nuestro paso. Si el no ser nos guiara durante la andadura,/tampoco existiría la hormiga cosechera… Sí, aunque tantas veces vivida como condena, el miedo o el temblor, la incertidumbre en afrontar una continua disyunción, una elección que nos altera, el don divino de la libertad resplandece frente al fondo de lo inefable, del no saber, de estar a oscuras; por eso Dionisia García también corrige a Cioran, el búho de la nada: El caminar impulsa en el crepúsculo/y lleva hacia otros mundos/donde puedo habitar espacios luminosos,/increíbles estancias abiertas al misterio. Y porque virtud es reconocer esta oscuridad nuestra y la consiguiente ceguera, la sed se dispara, el anhelo ferviente de la luz, el deseo, la pasión por lo que se ignora; tal eventualidad ya queda constatada en los versos iniciales de Preludio, el poema inaugural del libro: Llevar la oscuridad dentro del pecho/despierta la pasión por lo ignorado; por concomitancia, también así, en la centralidad del poemario, la exclamación de Goethe en su lecho de muerte, que Dionisia reproduce y hace suya: ¡Luz, más luz!, robusta imprecación, asombroso grito esperanzado ante los versos sucedidos: Tal vez me falte la grandeza de no igualar a quienes, generosos, aceptan, aun sin ver, por las señales. Yo preciso ese don que dulcifica, algo que pese en las apuestas y acaricie mis ojos maltratados. ¿Las señales? Las señales son las maravillas que se ofrecen a una mirada atenta: en primer lugar, la vida —Aletea la vida entre nosotros,/el alba asoma en pálidos azules, dice la poeta en La Voz, o, de forma lapidaria, al final de Hora Prima: Todo es sueño y verdad, milagro que acontece—; en segundo, el mundo en su conjunto: Necesitan las aves que alguien toque sus plumas,/las mariposas presumir de sus colores,/el caballo, el aire, los manzanos,/una mirada intensa, indagadora y fiel, indica en versos que no podían llevar otro rótulo sino Lo Natural. Más intensamente reafirma tal hallazgo en el bellísimo poema que lleva por título Oficio de mirar: Asómate a las aves, al mundo de los astros. Nadie pudo abarcar tanto prodigio… Dueña insegura soy de certezas posibles. La hermosura del mundo, su realidad palpable me dice del secreto y despierta el impulso. Cierto que hay señales oblicuas, aquellas que nos confunden porque niegan y producen muerte —Desorientados vamos a la calle,/con el alma pasmada, entre recelos…—, pero también es verdad que, por contraposición, indican un rumbo diferente a nuestros ojos, otro sentido a nuestra mirada. La poeta consigna esta maldad creciente, anidada de forma proterva en nuestro tiempo, pero no se recrea en ella. Aunque dolorosa, no es real; supone sólo un contrapunto de negrura frente a la belleza del mundo. Lo verdadero no es lo negro que destella, el impacto sentido del no ser de la maldad; lo verdadero está en otra parte, en las cosas humildes y pequeñas que, en su sencillez, muestran a Dios, a ese Dios escondido en nuestras vidas,/que transita por tierra de naranjos/como ermitaño alegre en los inviernos. Deus absconditus, pues, manifestado en su obra de forma incomprensible, inabarcable para una perspectiva sesgada como la nuestra: El hombre solo acepta lo posible,/cuanto su mente acoge y ven sus ojos./Alguien fundó la luz, el firmamento,/y sabe por qué quiso la espera confiada. No ver más de aquello que se ve entre tinieblas es ceguera humana, no merma de Dios; la comprensión de tal verdad dispara la espera confiada. Mientras tanto, a la zaga de una intensa revelación, el carácter teofánico del mundo está ahí para los ojos, transido de belleza ofrecida, sea en un atardecer, en la callada labor de la naturaleza —o en la labor del artista incluso—, en el secreto bullir de los árboles, en las madreselvas que cobijan, en el instante de preñez inconmensurable: Detente instante en este vaso ancho que alberga las anémonas… Que mi pasar no quede, pero sí la belleza de las cosas. ¿Acaso un poeta no se conmueve ante la belleza? Aun con el gusano de la muerte, el mundo es bello; la apuesta por la vida es real, constituye certeza. ¿Qué nos interesa más, que exista o que no exista Dios? Cada cual debe responder en su corazón, pero ¿habrá vestigios o señales que nos guíen en tan difícil como comprometedora elección? En otras entregas Dionisia nos las ha revelado, pero en La Apuesta cobra especial fuerza, por su magnitud, una de estas señales: La Belleza. El milagro de lo bello, tal y como lo registra la autora, fundamentalmente es visual, pictórico, pero advierte de la inmensa teofanía del mundo en su conjunto; así, los ojos de la poeta vivencian lo bello ofrecido como reflejo de otra Belleza más misteriosa y profunda, aleteante y firme como un soplo. Por tal registro, el poemario está transido de Dios, lleno de Dios desde su primer poema hasta el último, y en consecuencia, no es propiamente un Dios oculto el que transita por sus páginas, sino un Dios tenuemente velado. En este sentido cabe resaltar la precaución con que se le alude; Dionisia con frecuencia lo menciona en tercera persona, o no lo menciona, por lo que lo nombra sin nombrarlo, y tal es así, que al no nombrarlo, emerge de forma contundente. Dios es un amor permanente en adioses de despedidas, una cita que dulcifica la misma expectativa de la muerte, anhelo perpetuo, seguridad final de toda búsqueda. El último poema del libro, Adiós, termina así: Si libertad yo alcanzo, seguiría la búsqueda. De Ti no me despido. Tal final requiere ulteriores consideraciones, pero las dejo para el desocupado lector. Ahora, y para ir acabando, quiero detenerme en una pregunta que la autora lanza al término de un poema nombrado, ¡Luz, más luz!: Me avengo a preguntar a estas alturas, ¿somos sólo palabra? ¿Somos sólo palabra?, repito con Dionisia y me abro al diálogo. La palabra, en sí misma, es un don. Si fuéramos sólo palabra, ya seríamos algo, porque seríamos palabra, aun pronunciada por Otro, que pronuncia: palabra que recrea o cocrea, por consiguiente. Tal característica supone poder; poder de signar los seres y, al signarlos, llamarlos a la existencia desde las sombras difusas que no se nombran, desde la nada. La palabra es símbolo, pues conjunta signo y significado para designar, nombrar una realidad y, al nombrarla, constituirla en ser, idéntica en sí misma, diferente de cualquier otra. El hombre, dirá Pascal, es una caña movida por el viento, sí, una caña movida por el viento, pero una caña que piensa, y porque piensa, habla, y porque habla, nombra y signa las cosas, y éstas, porque son signadas, adquieren sentido, toman el ser. La grandeza humana se conjunta con su miseria. El hombre se sabe nada si contempla la extensión de su ignorancia, el abismo de su vacío; pero al contemplar tal extensión, la sabe; al contemplar su vacío, tiembla. Ahora bien, saber su ignorancia, experimentar el temblor, lo constituyen en el ser más grande del universo, porque sólo de esta forma se dispara su sed de plenitud, su anhelo de infinito; el hombre se sabe nada, fuga, camino, mas por esto mismo, porque se sabe que no es sino un tránsito continuo pronto a disolverse, busca a Dios, única posibilidad de su completud. Se dispone así a una espera confiada, a una indagación en el misterio con el fin de colmar su nada. La sensatez no indica otro modo de actitud, y Dionisia, a quien, armada de sinceridad, no le falta la grandeza, no puede sino abrazarla, pues sabe o intuye —y ya lo deja escrito en los primeros poemas de La Apuesta—, que es la única resolución digna de lo humano. De esta forma comienza Preambula fidei: Arar es lo primero, hacer tierra propicia;/saber que es buena el agua que nutrirá en lo hondo, poema que desarrolla la temática del anterior, El arte de escarbar: Él sabe que sin ver, hondo es el pensamiento y hay que escarbar en el yo que redime en intento de abrir, con el mayor sigilo, una puerta entornada y esperar que esta ceda; entrar sin hacer ruido. Saber quién nos aguarda. La actitud contraria sería indecencia, estupidez, mala conciencia. Tal ocurre en el tiempo duro que nos ha tocado vivir, donde se potencia el olvido de Dios: Tan terco y tan oculto, ahora que se dice/de tu nombre olvidado en el cruce de épocas,/de tu divinidad tan entredicha,/como si fuera fácil olvidarte en la historia… De este olvido se desprenden dos actitudes. Aparece con fuerza la actitud satánica de los muchos, esto es, el intento estúpido de disolución en la exterioridad; otros, los menos, adoptan la actitud luciferina del encastillamiento soberbio en el yo y despliegan una mirada escéptica de voyeur sobre las cosas, una sonrisa congelada donde habita el terror. Son actitudes contrapuestas y extremas, sin posible resolución y estériles en sí mismas, que abocan a la destrucción. La sed de infinito sólo se puede aplacar, tras el anhelo de un ser infinito, con el descanso en un ser infinito. Sin embargo, este Dios que colma —el de la fe del cristiano— no es un Dios distante, diferentemente otro, inaprensible, perdido en su infinitud, y en este sentido, imposible y absurdo para la razón. Es un Dios encarnado, hecho hombre, contingente en cuanto histórico, y por eso mismo mediador, verdadero Pontífice. Este Dios es Cristo Jesús, el nazareno, que anduvo por las tierras áridas de Judea y ha dejado un rastro en la historia, unas huellas visibles, palpables, Véase Comienzos: No puedo presentirte en las praderas. Sólo en la tierra árida, en los montes y lomas de un seco territorio. Allí donde Dios pudo dejar su huella humana con la pesada carga del prodigio. La coherencia interior, la sinceridad con uno mismo, la convergencia de las señales, la predisposición a que induce la íntima comprensión de nuestra grandeza y nuestra miseria, la ganancia segura que ofrece la elección de Dios ante la perspectiva de una vida vacía e inane, perdida o disuelta a la búsqueda del placer que nunca se satisface o encastillada en la solitud de un yo impostado, todo ello lleva a La Apuesta, a la resolución de la disyuntiva del modo más razonable porque se tiene la seguridad de que sólo así se adquiere el sentido para la vida, se colma ésta de consuelo y se plenifica poco a poco de una luz mayor. Esta es la resolución inequívoca que adopta Dionisia, pues cae por su peso, sin forzar la disyuntiva, desprendida de forma inocente o natural. Claramente aparece en el poema que lleva por título Ser y No Ser: Apostar es la fuerza, el inocente impulso que ilumina esa estancia de paciencias, un refugio mayor que nos redime, y ayuda a caminar entre consuelos. La apuesta de Pascal no es un argumento que demuestre la existencia de Dios, esto es, no tiene poder probatorio si de razón geométrica hablamos —no digamos si habláramos de razón instrumental—, no así si aludimos al corazón, a una comprensión íntima y honda. Predispone, frente al desconcierto que supone el sentimiento de la propia finitud, la duda, las certezas posibles, a la fe; endereza el camino hacia la segura puerta tras la cual habita la resolución del humano conflicto. Al igual que Pascal, el Dios que busca Dionisia no es el Dios abstracto de los filósofos, sino un Dios cálido y cercano que se ha hecho hombre por Amor al hombre; de este modo se ha constituido en el verdadero Pontífice, mediador entre la infinitud Dios y la finitud humana, un Dios que entra en la historia y propicia el encuentro; un Dios que, precisamente por eso, en sí mismo fundamenta la fe. He leído La Apuesta de Dionisia García en clave pascaliana —hay, seguro, otras claves no menos sugerentes— porque en mi consideración no encuentro otro modo mejor para penetrar su profundidad debida. La autora no pertenece al gremio de los filósofos, lo que es una suerte; la autora es poeta, cae del lado, pues, de aquellos que aluden, interpelan y muestran a Dios, sus signos y señales, por el verbo de su boca. Ante Pascal me quito el sombrero; lo hago de forma especial con Dionisia. Quede aquí este breve apunte sobre La Apuesta, un poemario, refrendado por una experiencia transitada, de zozobra contenida, esperanzado en la noche, linterna o luz para el camino de todos aquellos que, habitados por la duda, sinceramente buscan a Dios. Todos los derechos reservados. Jesús Cánovas Martínez©

Dionisia García: interrogando lo absoluto

01/06/2016

Llegado un momento, cualquier individuo tiene la necesidad de mirar con “luz pródiga” la realidad, y, entre lo múltiple, lo contradictorio, lo cotidiano, extraer un hilo de sentido. El último poemario de Dionisia García, La apuesta, no se explica si no es desde este prisma: revivir las mismas escenas de siempre, pero, esta vez, para encontrar un anclaje que desdramatice su condición efímera y menos consistente. La autora se vale de cualquiera de los dones de la vida para interrogar lo absoluto, para reflexionar sin tapujos sobre la idea de Dios. Aunque, en no pocas ocasiones, el poemario adquiere el tono de una “acción de gracias”, otras, en cambio, la incertidumbre parece resquebrajarse en forma de dudas y necesidad de pruebas: “pon algo de tu parte, si es posible“; o “donde Dios no se nombra /Ya no está entre nosotros./Ni se deja encontrar“. Lo extraordinario de esta última obra de Dionisia García es la serenidad con que tienta y nombra realidades tan graves y trágicas para el común de los seres humanos como son las asociadas con la propia muerte y el abandono de lo amado. No hay nada que llene más de sentido la vida que la repetición de hábitos con las personas queridas. Somos lo que jamás nos cansamos de hacer. Y, para la autora, el té con yerbabuena que todos los jueves toma con su familia es la cristalización de este “vitalismo de rutinas”. Sobrecoge, en este sentido, la calma y autoconciencia con la que lamenta que, un día, ya no pueda compartir con ellos esa liturgia semanal. Pese a que no logra dejar de anticipar un sentimiento de nostalgia por un futuro inexorable, la dicción limpia, imperturbable, de sus versos convierte la confesión en algo así como un bálsamo capaz de curar las heridas de la incertidumbre. Interrogar lo absoluto es una forma de calificar la poesía de Dionisia García que, por su grandilocuencia, por su ambición desmesurada, podría llevar a pensar que imprime a cada una de las piezas un gigantismo impropio de su sensibilidad. Pero nada más lejano de la realidad. Lo absoluto adquiere en cada uno de estos poemas la escala de las emociones más íntimas y usuales, aquellas que se hallan esparcidas entre los objetos que solo la precisión rescata del olvido y de los márgenes de la visión. Vacío de imposturas y de énfasis innecesarios, con un lenguaje que fluye por sí solo, sin necesidad de ser empujado en ningún momento, este libro refleja el rumor de un límite. Y lo hace no desde la declinación existencialista de las dudas y de la precariedad de la vida, sino desde su convencida celebración. Resulta asombroso que, en una colección de poemas en la que palabras tan conmemorativas como “prodigio” o “pródigo” se repiten con asiduidad, no exista un solo signo de admiración, un exabrupto emocional que eleve el tono de voz de la atmósfera casi susurrada en la que se sumerge el lector. La mejor poesía siempre sonará en voz baja. Y, desde luego, la de Dionisia García ha vuelto a demostrar que merece un lugar de honor en esa especie.

Dionisia García: "La felicidad plena no existe, lo que vivimos son momentos fugaces"

01/06/2016

Tardó más de cuarenta años en atreverse a dar su obra a los lectores. Desde entonces se ha convertido, con una sencillez natural, en una poeta indiscutible que considera que la literatura no es más que «un acto de amor». Con un verso certero que apunta directamente a lo más profundo del alma, Dionisia García (Fuente Álamo, Albacete, 1929) publica ahora "La apuesta", un libro de sabores, de recuerdo, de miradas atrás y de preguntas. Dionisia García publica "La apuesta", un poemario en el que la autora se cuestiona acerca de la propia existencia Hace cuarenta años decidió apostarlo todo a una carta, la de la Literatura, y ganó con una mano de ases: Dionisia García (Fuente Álamo, Albacete, 1929) es poeta. Defiende su oficio más de una docena de títulos en los que ha dejado un legado de versos que hablan de amor, de vida, de amistad, del tiempo y de Dios. Incorpora ahora a su biblioteca La apuesta (Premio Barcarola, Nausícaä, Albacete 2016 ), un libro con el que la poeta da un paso más en una ruta que la está llevando a ser uno de esos personajes imprescindibles de las letras murcianas. Ya es inmortal. ¿Por qué apuesta Dionisia García? Siempre pienso que explicar lo inefable es casi imposible y que, cuando lo intentamos, lo que terminamos haciendo es literatura, pero diré que, cuando apuestas, no sólo te arriesgas a perder, sino que también en el hecho de apostar hay una esperanza. En cualquier apuesta de la vida está esa esperanza de que se puede ganar, que no vas a perder. Y eso se ha materializado en este poemario. Este libro sigue el mundo de Señales –su título anterior–y trata de un humanismo que traducido sería la preocupación por la persona, por el hombre o la mujer. Indaga en el por qué de muchas verdades, de muchas incógnitas que trato de desentrañar. Esa intención continúa también en La apuesta, aunque yo diría que el tema central en este caso es la trascendencia, el tener una mirada intensa hacia uno mismo y dilucidar por qué estamos aquí, por qué ocurren las cosas que ocurren. Es una especie de diálogo con Dios, por qué no lo vamos a decir. El tiempo se sitúa como un protagonista principal. Siempre se ha dicho que el tiempo está mucho en mi poesía, y eso es cierto. Tengo un concepto personal sobre esto desde hace algunos años: el tiempo no se mueve, somos nosotros los que vamos pasando. Pero en La apuesta también está la naturaleza, que nos abriga y nos consuela; aparece el otro, ese otro al que se refería Machado cuando nos instaba a no olvidaros del él. Es algo que me preocupa y está dentro de esa poesía humanista. Poemas como un mar en calma en un libro en el que, de repente, aparece una tormenta que hace que todo se desmorone en un segundo. Es posible que transmita eso. La apuesta es un libro de búsqueda. Y en la búsqueda hay desamparo, insistencia: porque no es tan fácil la respuesta. ¿Es también una acción de gracias? En la vida, lo adverso se alterna con los momentos de luz. En el libro hay mucha luz. Y es que siempre se tiende a ir hacia ella. También hay momentos determinados en los que la luz desaparece y otros en los que nos encontramos ante un verdadero resplandor. Lo consuetudinario, lo de todos los días, de repente de engrandece, y yo no sé por qué ocurre eso, por qué en un momento determinado de pasividad o tristeza de repente viene la luz. Yo no lo sé. Sé muy poco de lo que hago. Dice en el poemario: Quiero que me ayudes a ser en el último tramo. ¿Quién es usted hoy? Un ser que quiere vivir con lo justo: con sus libros y con sus buenos amigos. Para mí, los afectos, tanto de amistad como familiares, tienen la máxima importancia. Más que nada, incluso que lo escrito. Y yo amo lo que hago desde hace cuarenta años –se refiere a la escritura–. Ahora quiero centrarme en mis cosas: en escribir y en leer. Sobre todo en leer. ¡Y leo periódicos, pese a todo! Y luego quito el telediario (ríe). La apuesta ha sido premiado por un jurado en el que han estado nada menos que Marcos Ricardo Barnatán, Luis Alberto de Cuenca y Antonio Colinas. Grandes autores que, a la vez, son amigos suyos. Sí, los conozco, los conozco a todos. Yo ni siquiera sabía que iba a ser premiada. Este libro no ha sido escrito de un tirón ni mucho menos. Los poemas que tenían la misma atmósfera iban quedando en una misma carpeta. Un poeta que me gusta mencionar, Cano Pato, me decía: «Se escriben poemas, no libros», cuando yo empezaba a publicar. Así lo pienso: escribo poemas y luego, utilizando una palabra rural que me gusta, ellos solos se agavillan, se juntan. Después de ustedes, de su generación y las inmediatamente posteriores, ¿quedarán poetas? Se dice muchas veces que si la poesía de ahora? No, no, no. La poesía está, y está en la misma medida en la que estaba antes. El poeta sigue existiendo. Incluso, yo diría que para los jóvenes hay más lugar, porque hay más medios. Eso, por otro lado, implica que hay más peligros: el pensamiento, la reflexión, es necesario para el poema; y no se puede escribir sobre lo inmediato, hay que escribir de lo lejano, de lo que se ha vivido hace muchísimo tiempo. ¿Usted ha sabido apreciar toda la belleza del mundo? Toda no. Es como la felicidad: yo pienso que la felicidad plena no existe, sino que lo que vivimos son momentos fugaces de felicidad, que a veces se prologan más y otras menos. Lo mismo ocurre con la luz, con la belleza. En el comienzo del libro, san Agustín de Hipona dice que el hombre no es capaz de llegar a toda la verdad. Así lo pienso. La pena es que la vida sea tan corta y nos impida seguir acumulando esas vivencias. Tiene libros de relatos e incluso algo que usted denomina biografía novelada, ¿en el último plano se reconoce como poeta? Yo no he pronunciado, refiriéndome a mí, la palabra poeta, porque opino que uno es poeta en el momento en que escribe. Una vez que ya tiene algunos escritos, que está orgulloso de ellos, debe colocarse en un sitio que no se le vea mucho. Lo realmente importante es que se haya expresado lo que se quería contar. ¿Qué le debe a usted el mundo de la literatura? No sé... –dice con cierto pudor y dejando escapar una sonrisa–. Yo he escrito durante una etapa larga de mi vida y he dejado ahí mi trabajo por si puede interesar. Si alguno de mis versos es aceptado, yo me doy por contenta, por pagada. DANIEL J. RODRÍGUEZ

Autor: García, Dionisia

es una escritora nacida en Fuente Álamo (Albacete) en 1929. Estudió Filología Románica en la Universidad de Murcia, ciudad donde reside desde entonces. En su trayectoria como escritora destaca su dedicación a la narrativa y, especialmente, la poesía. Anualmente la Universidad de Murcia otorga Premio de Poesía Dionisia García.


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